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A lo largo de la historia, los paisajes siempre han estado sometidos al cambio, como consecuencia de las fuerzas de la naturaleza y de la actividad del ser humano. Las montañas se elevan y se hunden, las rocas sufren erosión, los ríos se secan o cambian su curso, las llanuras aluviales aparecen y desaparecen. El ser humano ha allanado colinas, ha vertido desechos en litorales, ha secado humedales, ha eliminado cumbres para dejar paso a la minería, ha creado presas y lagos artificiales, ha talado bosques para crear campos y pastos y ha creado nuevos paisajes. Una parte cada vez mayor de los paisajes y la cobertura terrestre de nuestro planeta se ha visto alterada de algún modo por la acción del ser humano. En la actualidad, las ciudades, la agricultura y la silvicultura dan forma a alrededor del 80 % de la superficie de Europa.
Las zonas urbanas de Europa están creciendo, a menudo a expensas del terreno agrícola fértil. Superficies de hormigón y asfalto sellan el suelo, impidiendo que realice sus funciones, como almacenar agua, producir alimentos y biomasa, regular el clima, amortiguar el efecto de las sustancias químicas perjudiciales y proporcionar hábitats. En las superficies selladas, la lluvia se desliza, en lugar de penetrar en el suelo, donde puede filtrarse y restablecer el agua subterránea. Las carreteras, las vías ferroviarias, los canales y las ciudades fragmentan el paisaje, confinando a las especies a zonas cada vez más pequeñas, perjudicando así la biodiversidad. El modo en que utilizamos la tierra en Europa es uno de los motivos por los que la UE no está en vías de lograr su objetivo de frenar la pérdida de biodiversidad.
Europa tampoco está en condiciones de lograr su objetivo político de detener la ocupación neta de suelo de aquí a 2050. Las tierras agrícolas y las tierras seminaturales siguen estando ocupadas por las ciudades y los emplazamientos comerciales e industriales. Muchos sectores —la industria, la agricultura, la vivienda e incluso el tratamiento de aguas residuales— también liberan contaminantes en la tierra y el suelo. Tales sustancias pueden acumularse en el suelo y posteriormente penetrar en las aguas subterráneas, los ríos y los mares. Incluso aquellos contaminantes que primero se liberan en la atmósfera pueden acabar depositándose en la superficie terrestre. Hoy en día, se encuentran trazas de distintos contaminantes incluso en los lugares más remotos de nuestro continente.
En las últimas décadas, Europa ha reducido la superficie total destinada a la agricultura a la vez que ha aumentado el rendimiento. La intensificación de la agricultura nos ha permitido producir alimentos para una creciente población. La agricultura intensiva, que depende sobre todo de los fertilizantes sintéticos y de medidas de protección fitosanitaria, también está ejerciendo presión precisamente sobre el recurso que la sostiene: un suelo sano y productivo. Al mismo tiempo, somos testigos del abandono de terrenos agrícolas en regiones remotas. El abandono de la tierra afecta especialmente a las comunidades rurales en las que las economías locales dependen, ante todo, de las pequeñas explotaciones agrícolas con perspectivas económicas limitadas y una escasa productividad, y donde las generaciones más jóvenes tienden a trasladarse a zonas urbanas.
El uso de la tierra posee una dimensión mundial. Muchas de las actividades asociadas a la tierra y sus recursos, en particular, la producción de alimentos y la extracción de recursos, están sujetas a las fuerzas de los mercados internacionales. Por ejemplo, la demanda mundialde forraje, alimento y bioenergía afecta a la producción agrícola local en numerosas partes del mundo, incluida Europa. Las sequías y la escasez de producción en los países exportadores afectan a los precios a nivel global de productos como el arroz, alimento básico para miles de millones de personas.
Las empresas multinacionales pueden comprar terrenos agrícolas productivos en África y América del Sur con vistas a vender sus productos en todo el mundo.
El modo en que utilizamos la tierra y el suelo también está directamente ligado al cambio climático. El suelo contiene cantidades considerables de carbono y nitrógeno, que puede liberarse en la atmósfera en función del uso que le demos al suelo. La tala de bosques tropicales para el pastoreo de ganado o la plantación de bosques en Europa pueden hacer que la balanza de emisiones globales de gases de efecto invernadero se incline hacia un lado u otro. El derretimiento del permafrost debido al aumento de la temperatura media mundial puede liberar cantidades considerables de gases de efecto invernadero, en concreto metano, y acelerar el aumento de la temperatura. El cambio climático también puede alterar sustancialmente lo que los agricultores europeos[i] pueden producir y dónde.
Habida cuenta de ello, muchos marcos políticos mundiales, incluidos los Objetivos de Desarrollo Sosteniblede las Naciones Unidas, pueden afectar de manera directa e indirecta a la tierra y al suelo. Las políticas europeas tienen por objeto atajar la ocupación de la tierra, reducir la fragmentación del paisaje, las
emisiones contaminantes y las emisiones de gases de efecto invernadero, y proteger la biodiversidad y el suelo. No obstante, en algunos de estos ámbitos políticos, concretamente en la protección de las condiciones del suelo, las políticas europeas y mundiales se quedan cortas a la hora de establecer objetivos y compromisos, sobre todo los vinculantes. En otros ámbitos, en los que sí que existen objetivos, incluidos los asociados a la protección de la naturaleza y la biodiversidad, no alcanzamos nuestros objetivos políticos.
Uno de los retos a la hora de establecer y cumplir objetivos es solventar las lagunas de conocimientos. La supervisión de los avances hacia un objetivo específico debe estar respaldada por el conocimiento y unas herramientas y métodos consensuados. Gracias a Copernicus[i] —el programa de observación de la Tierra de la UE—, contamos ahora con un panorama mucho más preciso y detallado de la cobertura terrestre de Europa y el modo en que está cambiando. Por ejemplo, podemos añadir distintas capas informativas a esta imagen para evaluar los posibles efectos del cambio climático sobre la humedad del suelo y, por ende, la productividad agrícola. Estos conocimientos mejorados nos ofrecen nuevas oportunidades para adoptar medidas más específicas sobre el terreno.
Al mismo tiempo, existen numerosos aspectos de la tierra y el suelo que debemos comprender mejor para abordar problemas específicos, en concreto, con respecto a la biodiversidad. Para que las medidas sean efectivas, también deberán tener en cuenta información sobre, entre otras cosas, la composición del suelo y la cantidad de carbono y nutrientes que este contiene en una zona concreta. Este tipo de información requiere un sistema de supervisión mejorado.
El camino está claro: necesitamos cambiar urgentemente el modo en que utilizamos y gestionamos la tierra y los recursos que proporciona. Ello exigirá considerar el paisaje en su conjunto, con todas sus actividades y elementos.
El modo en que construimos y conectamos las ciudades no debería obligar a cubrir zonas colindantes con hormigón y asfalto, sino que debería basarse en reutilizar y dar un nuevo uso a la tierra que ya se ha ocupado. De hecho, un informe de la IPBES[ii] (Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas) afirma que es más barato preservar los recursos de la tierra y el suelo que restaurarlos o repararlos (por ejemplo, limpiando la tierra contaminada en antiguas instalaciones industriales). Asimismo, las ciudades compactas con opciones de movilidad que proporcionan buenas conexiones suelen ofrecer una vida urbana de máxima calidad con un menor impacto ambiental directo. Las políticas regionales y de cohesión de la UE tienen por objeto no solo respaldar la cohesión económica y social, sino también la cohesión territorial[iii], cuyo fin es contribuir a un desarrollo equilibrado del conjunto de la UE.
También tenemos que intensificar nuestros esfuerzos para proteger mejor los ecosistemas de la tierra. Podemos conectar zonas naturales y crear corredores para la vida salvaje invirtiendo en infraestructuras ecológicas. También es esencial contar con ecosistemas sanos y resilientes para contribuir a mitigar el cambio climático y adaptarse a él.
Para alcanzar la gestión sostenible de nuestros recursos de la tierra, debemos reducir considerablemente las presiones que ejercen las actividades económicas, sobre todo, la agricultura. Para garantizar una agricultura sostenible y productiva, debemos atajar la contaminación y encontrar nuevas soluciones para hacer un uso eficiente de la tierra. También tendremos que tener en cuenta los medios y la calidad de vida de las comunidades rurales. Tenemos que apoyarnos en los agricultores y trabajar con ellos para cuidar la tierra y la biodiversidad rural. No puede lograrse una agricultura sostenible sin cambios significativos en la alimentación y sin reducir el desperdicio de alimentos en Europa y en todo el mundo.
La gobernanza de la tierra es un tema complejo, pero todos nos beneficiamos de los servicios que proporcionan una tierra y un suelo sanos, ya sea comida nutritiva, agua limpia, protección frente a enfermedades o materiales de construcción. A fin de garantizar que las generaciones futuras sigan disfrutando de estos servicios, debemos tomar medidas contundentes hoy. La responsabilidad de proteger estos recursos vitales nos corresponde a todos: desde los consumidores y los agricultores hasta los responsables de la toma de decisiones políticas locales, europeos y mundiales. Esto solo puede lograrse actuando conjuntamente hoy hacia un objetivo común.
Hans Bruyninckx
Director ejecutivo de la AEMA
Principales términos asociados a la tierra y el suelo
El término «tierra» se refiere comúnmente a la superficie del planeta que no está cubierta por mares, lagos o ríos. Incluye la masa total de tierra, formada por los continentes y las islas. En un uso más cotidiano y en los textos jurídicos, «tierra» suele referirse a una porción de tierra concreta, y se compone de rocas, piedras, suelo, vegetación, animales, estanques, edificios, etc.
La tierra puede estar cubierta por distintos tipos de vegetación (por ejemplo, pastos naturales o gestionados, zonas de cultivo y humedales) y superficies artificiales (por ejemplo, carreteras y edificios).
El suelo es uno de los componentes esenciales de la tierra. Está formado por partículas de roca, arena y arcilla, así como material orgánico, por ejemplo, residuos de plantas, animales que habitan el suelo y organismos como bacterias y hongos, junto con el aire y el agua que contienen los poros del suelo. Las propiedades del suelo (por ejemplo, la textura, el color y el contenido de carbono) pueden variar de una zona a otra, así como en distintas capas del mismo lugar. El suelo desempeña un papel vital en los ciclos de la naturaleza, especialmente en el ciclo del agua y los ciclos de nutrientes (carbono, nitrógeno y fósforo).
El suelo vegetal es la capa más cercana a la superficie (por lo general la zona con mayor densidad de raíces o capa cultivable, a 20-30 cm de profundidad).
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